terça-feira, 30 de dezembro de 2008

Cosmo


Mientras avanza entre las góndolas del supermercado recuerda aquella primera vez, la noche que aceptó la prueba y se animó a descubrir los encantos de la buena barra. De pasada por el bazar manotea dos individuales del naranja más intenso para reemplazar los-de-siempre, que acusan un par de manchas de cada lado. Quitaesmalte y desodorante en el sector perfumería, y llega a la bodega. Entonces vuelve a aquella primera vez, cuando dejó de lado los prejuicios de fiel seguidora del Malbec –firme, cálido, camaleónico, amigable, intenso, ¿cómo abarcar la amplia variedad de posibles adjetivos calificativos?— y se abrió la infinidad de sabores, colores, texturas y combinaciones que propone la coctelería.

Le costaba determinar qué era lo que había causado el mayor efecto. ¿La bebida en sí misma, o todo lo que hacía al contexto que la rodeaba? La particular vibración del saberse parte. El salón repleto de gente encantada y encantadora. Un ronroneo de música “algo” (¿será que así suena el chill out?) marcando el ritmo de la escena. La barra de hierro calado que deja filtrar la dosis justa de luz. El murmullo constante. El circular acompasado de los mozos. Ellas. Ellos. Se cruzan. Se miran. Se chocan. Se rozan. Se ríen. Todos se ríen. Los que buscan y los que encuentran. Se ríen con gesto estudiado frente al espejo del baño (snob, snob, snob).
Él la espera acodado en la barra, entre casual y expectante. Empezó con un gin tonic que ahora levanta con la misma mano que usa para hacerle señas (él es un tipo-cool, que va de la oficina al after, se sienta en la barra porque es habitué-de-la-casa y muestra el trago para dejar en claro desde el vamos que, básicamente, hace lo que se le da la gana).
“Inés (puede que sea la misma que ustedes piensan, quién sabe), te presento a mi amiga E.”, introduce a la bartender que con cierto fastidio se asoma por encima de la barra para saludarla. Inés está del otro lado y es la espectadora privilegiada del circo que se repite, al menos, tres noches a la semana, cuando él se instala en el centro de la barra con la camisa arremangada y los botones de arriba desabrochados, los anteojos descansando a un lado de su plato (porque también pidió algo de entrada), el pelo que intenta lucir desordenado. A lo largo de la velada recorre los mismos temas de conversación mientras ordena casi rítmicamente: Gin Tonic, Tom Collins, Martini (“Shaken, not stirred”, of course Darling!), Black Russian. Come sushi, obvio. Él se siente importante cuando pide el combinado más grande como quien marcha un Bic Mac.

Ella no, y todo esto le causa un poco de gracia. Ella lo conoce de antes, desde cuando él ensayaba las primeras líneas de este paso de comedia. Entonces el trago más sofisticado era el Sex on the Beach. Ella existe –y se mantiene en el tiempo- porque funciona como espejo, el encanto de los opuestos. Se burla de lo que ve. Ella representa todo lo que él proclama pero que jamás se animaría a concretar. Porque la vida con glamour es más cómoda y más linda, por sobre todas las cosas, mucho más linda.

“A ella Cosmopolitan y a mí, Manhattan”, le pide a Inés en su nombre. Suenan acordes sinatrescos, cierto que está con Mr. New York (Frank, Tony, Nat, fly me to the city that doesn’t sleep) En el fondo se pone contenta porque le evitó el dilema de tener que elegir qué tomar. Y porque cuando Inés se pone a armar su trago, descubre un ritual magnético. Saca de la heladera una copa de las mal llamadas “de martini” (“de cocktail”, corrigen ambos casi a dúo cuando ella pregunta en ese juego tan naive al que tanto le gusta jugar). Llena la copa de hielos nuevos para refrescarla y en la coctelera de acero inoxidable pone –en orden-- los ingredientes: gajos de lima un poco aplastados con un mortero (una cuchara de madera contra el fondo del recipiente cumple la función a la perfección), otro poco de hielo, dos partes de vodka (si es Absolut Citron, tanto mejor), una de licor triple sec (Cointreau) y jugo de arándanos (¿hasta dónde? “Hasta que el aroma te indique que tiene el equilibrio indicado”, responde él, como si con la cuota de snobismo no hubiera sido suficiente! Inés ajusta la tapa y agita con fuerza la coctelera. El antebrazo a 90 grados, la mano alineada con el codo y las muñecas levemente relajadas para que el batido no provoque tensiones. El recipiente de acero inoxidable se empaña y transpira. Inés sigue batiendo, y las gotas empiezan a deslizar cada vez con más intensidad entre sus dedos. Lo destapa y ve como se desprende un hilo de vapor.

Inés vacía el hielo de la copa y sirve de a poco el trago, deja resbalar esa línea color rosa viejo por el cristal empañado hasta llegar a milímetros del borde (y hasta un cachito más). Con hilos de cáscara de lima completa la decoración y le desliza el trago sobre la barra (obvio que con una cuota importante de malicia, ¿qué duda queda?) Pero ella conoce la técnica. Se acerca a la copa y le da un pequeño sorbo mientras la levanta con las manos justo por debajo del cuello. El equilibrio justo entre picazón y dulzura. Algo de sofisticado, levemente ácido. Refrescante. Suave y con textura. Definitivamente elegante. No sabe qué pesa más, si el sabor o el encanto. Brindan, se ríen. Ella se siente parte.

Ella se sonríe porque sabe que está ante el preciso instante en el que se agotan sus argumentos. Cuando se acaba el sarcasmo y su honestidad intelectual la obliga a reconocer que la vida glamorosa tiene momentos sencillamente espléndidos. Que la sumatoria de ambientación + buena música produce un lindo efecto. Que a veces ese juego puede resultar divertido. Que sí, que es cierto, que no es lo mismo que una fugazzeta rellena con cerveza.





Cuento original de: Einat Rozenwasser.
Foto: Einat Rozenwasser.

Sem comentários:

Enviar um comentário